Un día cualquiera, mientras tomaba el café de por la mañana, decidí abrir Idealista y ponerme a buscar pisos. Mi idea: volver a mi ciudad. El pueblo es tranquilo sí, pero no era precisamente mi mejor zona de confort.
Segunda idea: volver a mi barrio. El barrio que me ha visto crecer. El barrio obrero de toda la vida, donde antes todo el mundo se conocía, donde había bares con menú del día y vecinos que se saludaban en el portal. Pero claro, ahora han construido una extensión nueva con pisos de precios prohibitivos, piscina comunitaria y terrazas de diseño. Spoiler: Ni siquiera los de VPO son asequibles.
Tercera idea: “Bueno, vamos a mirar algo en Madrid, cerca del Cercanías”. Error. No sé en qué narices pensábamos. Para que os hagáis una idea, mi pareja tiene la coña de que una caseta de obra por la que pasamos bastante será nuestra futura casa. Y no exagera tanto, he visto auténticos zulos más pequeños que un garaje por precios que solo se explican si el ladrillo viene con baño de oro y que rozan la estafa legalizada.
Y a dónde quiero llegar yo con todo esto. Lo que busco no es una locura, vivir en la ciudad, en un piso que no parezca sacado de un ritual de sacrificios, con un mínimo de metros cuadrados, donde pueda entrar sin hacer reformas eternas y sin tener vistas al retrete desde la cama. Lo normal. ¿No?
Así que ahí estaba yo, enviando a un colega los enlaces de los pisos que encontraba y riéndome por no llorar. Llegué a tener dos opciones: elegir el piso en mi barrio que tenía que arreglar entero, tapar con 300 capas de pintura blanca las paredes rojo sangre y rezar para que la fontanería aguantase… o endeudarme mucho más y optar por la “cocina Barbie”, esa cocina fosforita que cuesta el doble solo porque está en una zona "cool".
Y mientras tanto, escucho en la televisión repitiendo como un mantra: "No hay burbuja inmobiliaria". Perdonad, pero si esto no es una burbuja, ¿qué es? Yo, desde luego, tengo mis dudas.
Precios por las nubes. Barrios que ya no quieren a quienes los levantaron. Y esto, lejos de mejorar, continúa.
Al final, lo que más me duele no son solo los precios imposibles, sino ver cómo el barrio se va vaciando de lo que lo hacía barrio. Donde antes había una panadería con el olor del pan recién hecho, ahora levantan tabiques para hacer un "estudio con encanto". Donde había un bar con tapas cutres pero abundantes, ahora hay un cartel de "Se vende". El ultramarinos de la esquina ya no abre porque el local se está reformando para convertirse en tres habitaciones destinadas a alquiler turístico.
Un barrio sin sus tiendas y sus bares no es un barrio. Es un escaparate bonito pero vacío, pensado para quien pasea y consume, no para quien vive y convive. Estamos perdiendo es el alma de los barrios obreros, esos que se levantaron con trabajo, comunidad y vida cotidiana, no con ladrillos especulativos.
Y así, poco a poco, la ciudad se va quedando sin ciudad. Yo ya tengo mi próxima mudanza apañada, pero los que vienen detrás quizás su próxima mudanza no sea a un piso, sino a la antigua ferretería de la esquina, reformada como “loft industrial con encanto”. Porque al paso que vamos, Idealista tendrá más locales de mi barrio en venta que recuerdos me queden de él.
Está pasando en todas las ciudades. Empiezan por la parte turística y llegan a todas partes. Y esto también echa a otra de las cosas que hace barrio: la gente. Incluso aunque habites una casa en ese barrio, si no hay tiendas de siempre, bares, plazas, parques, (llenos de terrazas y veladores)... No hay barrio. Y no hay ciudad. Es desolador